Comer: dícese de ese inmenso placer que, para algunos rutinariamente (los de la estirpe del desdén), suele repetirse tres veces al día.
Es como ir al teatro o contemplar un hermoso atardecer. Para quienes, como nosotros, disfrutan comiendo, el mero hecho de sentarse a la mesa es casi un ritual, una escenificación perfectamente interpretada de una obra siempre llena de matices: ora un solo del tamarindo, ora una orquesta conformada por unos simples tomates grillados, unas brochetas de gambas y una jugosa fruta del dragón, despiertan nuestros sentidos cual lujurioso advenimiento de la mismísima Diosa Afrodita
Esperamos expectantes, contentos, a veces salivando, a que lleguen nuestros platos. En ocasiones nos pedimos unos noodles salteados con verduras y aderezados con salsa de soja y algo de pimienta, en otras un rotti, o lo que es lo mismo, una masa elaborada con mucho arte, como si fuera la de una pizza, que puede rellenarse de pollo, de queso, de verduras y hasta de chocolate, sí, también hay rottis dulces, y son maravillosos, dignos del desayuno perfecto si los acompañas de un milkshake de plátano.
Sea lo que sea lo que nos pidamos, lo cierto es que solemos esperar impacientes, o más bien intrigados, eso es, intrigados por saber cómo será aquel plato del que no sabemos ni pronunciar su nombre. Mientras lo hacemos -esperar- miramos hacia las otras mesas - para estimular nuestra imaginación y de paso ir despertando nuestras papilas gustativas-. Todavía no hemos empezado a comer pero nuestras retinas ya se han zampado ese increíble arroz servido en el interior de una piña. ¡Todo tiene una pinta estupenda!
“¡Ojalá uno de esos sea nuestro plato!”, nos decimos mirándonos a la cara, porque la verdad es que, por no saber, a menudo no sabemos si hemos pedido pollo o pescado. Nos dejamos sorprender, porque creemos que esta es la manera de seguir disfrutando: sin expectativas, sin falsas promesas. Nos gusta tanto la incertidumbre que a veces nos perdemos por sentir el placer de ignorarlo todo.
Y al fin, al cabo de unos minutos, vemos a la camarera acercarse con nuestros platos. Nos los deja amablemente en la mesa y, tras pronunciar unas palabras en su idioma, se marcha sonriente. Nosotros nos miramos perplejos. Hay mucha más comida de la que esperábamos y además huele increíble. Queremos hacer unas fotos, pero también comenzar a comer. Así que, a toda prisa, sacamos un móvil e inmortalizamos el momento con una instantánea tomada de cualquier forma…
Toca probarlo todo. Saborear el delicioso plato sazonado al estilo del país: con especias, con soja, con salsa de pescado, con hojas de curry… Espectacular, una explosión de sabores inundan y hasta pernoctan en nuestro paladar, prendándolo para el resto del día de ese toque a canela o a leche de coco.
Comer, sí, es uno de los grandes placeres que nos motivan a la hora de viajar. Probar cosas nuevas, nos gusten o no, siempre es un gran aliciente. Porque en el fondo eso es ir a por un sueño, enfrentarse a lo desconocido sin miedo a nada. ¿O nos equivocamos?
Comments