Camino despacio, abrasado por un sol extenuante por las amarillentas y empedradas calles de Izamal. El cielo se ve inmenso, como a un cíclope meciendo con dulzura a un recién nacido. Salpican el otro mar -por el que vuelan los ángeles-, tímidas nubecillas que se llevan la pena. La pena o las penas, lo que sea que abriga los somnolientos rostros de algunos transeúntes. Doblo una esquina, y al hacerlo, veo una plaza desierta respirando mansamente. En ella se yergue una Iglesia cuya fachada amostazada confiere al lugar una noble aunque no religiosa espiritualidad. No hay nadie. La luz, zalamera y revoltosa, se cuela por doquier, bañando cada banco de la plaza, cada una de sus palmeras, hasta el campanario, que descuella por encima del pueblo con cierto aire de capitán, con un brillo indescriptible. Uno, de hecho, no sabe si es la luz, el color, o ambos, lo que hace que estar aquí parezca deambular por un sueño. Es como si mi mirada, en este instante en que nadie me observa, en este instante en que solo el piar de algunos pajarillos me retorna a la realidad -¿o más bien me aleja?- explorara otra dimensión. Cruzo la plaza y giro la primera calle a la derecha. Allí se extiende, pintoresca donde las haya, una avenida principal que, paradójicamente, carece de bullicio y ajetreo. Pasa un risueño hombre en bicicleta al que me dan ganas de saludar. Pero no lo hago. Me inhibo. Pienso en él y me doy cuenta de que hasta ahora para mí solo era ausencia, como seguramente lo era yo para él. Qué ironía, dos absolutos, dos seres cuyas vidas son -incuestionablemente, para ellos- el centro, el eje a través del cual lo construyen todo, arrastrados a la insignificancia por culpa de una aunque amable, ajena mirada. Así es la vida, tan relativa y misteriosa que cualquier esfuerzo por descifrarla me lleva, indefectiblemente, al famoso aforismo de Critias: “persiguiendo sombras el tiempo envejece más deprisa”. Sigo caminando, dando vueltas y más vueltas por esta mágica ciudad. Hay puestos callejeros vendiendo comida, almas solitarias vagando sin rumbo, otras acompasadas con su ser querido y otras, las más refinadas, orillando el cuerpo al que pertenecen para embeberse un poco más de las luces y las sombras que desfilan por cada esquina. Si la felicidad es algo, es algo que está al final. Funciona con retrospectiva, sacando retazos cuando uno menos lo espera. Allí, sin duda, se dirige Izamal, a ese colección de instantes que, con tanto gusto, añoraré cuando casi me haya olvidado de ella.
Paseando por Izamal
Actualizado: 6 sept 2020
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