Una despedida siempre es el preludio de algo nuevo, y a menudo, aunque suene contradictorio, el lúgubre adagio que antecede a un nuevo y próspero porvenir...
Despedirse es extraño… Dentro de unos días estaremos caminando por las angostas y laberínticas calles de Nueva Delhi, pero, por alguna razón, sospecho que el cambio que ello supondrá no será comparable al de tenerlo que dejar todo. Estaremos comiendo momo y arroz biryani ultrapicante, visitando templos, sedientos de sentir lo que he escuchado que llaman liberosis, es decir, el deseo de que las cosas - la miseria con la que probablemente nos encontraremos-, nos afecte menos, pero sin embargo, nada de eso, ni ver de cerca el Taj Mahal o el hecho de sentirnos tan lejos de nuestra casa, será tan extraño como haberlo abandonado todo.
Las despedidas, pues, son extrañas, pero no solamente son extrañas (con decir extrañas en realidad no decimos nada)… también son tristes, alegres, tensas, interminables, precipitadas, necesarias, dolorosas, divertidas, catárticas… es decir, son un puñado de sensaciones en las antípodas entre sí pero que tienden a atraerse como polos opuestos en el momento en que algo se fractura y se recompone. Porque en verdad eso es una despedida, un cristal que se agrieta y otro que, fruto de la causalidad, se repara. Y si miramos a través de cada uno de ellos, nos vemos a nosotros mismos. Exacto, nos vemos sonriendo y llorando como un niño que se ha perdido pero que sabe que, ahora que no le ven, puede hacer lo que quiera. Esta es la contradicción: tanto la indiferencia absoluta sobre lo transcendental como la preocupación sobre lo insignificante. El Ying y el Yang.
Al fin y al cabo, vivir puede vivirse en cualquier sitio: siempre se acaba haciendo más o menos lo mismo… Con otro aire, de otra forma, pero sin variar demasiado los hábitos: aunque uno marche lejos, probablemente siga saliendo a correr, leyendo, viendo la televisión (si es que le gusta)… continúe aprendiendo, o vagueando todo el día si lo desea… Pero es que a todo eso, por más cosas que enumerara, se le llama de la misma forma: se le llama vivir. Y que nadie se confunda, vivir es un infinito que se sirve al gusto del consumidor. Sus límites (los de la vida) no son verdaderamente sus límites, en realidad son los tuyos.
Despedirse, en cambio, presupone e implica ser capaz de aceptar (es la antesala de ese nuevo comienzo). Aceptar que has elegido otra cosa, pero también que, quizá mañana, tu decisión te duela demasiado. Suele, en esa aceptación, residir una brizna de melancolía (el origen de las contradicciones) Y es que las personas son imborrables. Podré olvidarme de muchas cosas, pero nunca de alguien con quien haya mantenido una relación. Y eso es a lo que nos aferramos, al miedo a perder algo que no podremos olvidar… Eso nos vuelve inseguros y temerosos, porque no queremos incurrir en la frialdad ni en la anhedonia (la incapacidad por sentir interés o placer por las cosas)
No sé si habré llegado a explicarme. Creo que no, que solo me he emborrachado de palabras creyendo que en verdad estaba plasmando fielmente mis pensamientos. Acabo de releer el texto, y más bien tengo la sensación de que la esencia no está en su significado literal, sino en lo que rezuma, en lo que desprenden las palabras que le dan forma. Quizá solo quien así me lea, imbuyéndose de la cadencia de las frases que hilvanan esta reflexión, llegue a comprenderme, o a discrepar, quien sabe. La ambivalencia es el quid de la cuestión, lo que me ha llevado a escribir esta entrada…
Y que nadie se alarme, que nadie se preocupe más de lo debido, porque podremos plagar nuestra existencia de rutinas y costumbres, pero vivir seguirá siendo hermoso. Porque vivir no es una rutina, la rutina es extinguirse.
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Crecer es aprender a despedirse. Y yo sigo sin aprender. Un abrazo chicos ❤️
La vida da muchas vuelta a lo mejor coincidimos y nos encontramos en estos 2 años suerte y buen viaje para hambos