La decisión

Foto de Laura Rivero

Tomar la decisión de marcharse no es fácil, no. Y no hablo de marcharse de casa o del trabajo; eso -marcharse de casa o del trabajo- tampoco es fácil, pero quien más, quien menos lo ha hecho alguna vez. De lo que hablo, por tanto, es de otra cosa. Hablo de marcharse de ese espacio que te hace sentir seguro y en el que piensas que jamás podría ocurrirte nada malo.

Dejar atrás esas calles que has pisado tantas veces y todos aquellos rincones, como la plaza donde jugabas de pequeño o el mercado al que ibas con tu madre a comprar el domingo, es difícil y, en algunos casos, hasta doloroso, tan doloroso, que a veces me planteo si en vez de marchar no estaremos huyendo.

La línea es demasiado delgada: un callejón por el que apenas podría colarse una ráfaga de viento. ¿Cuál será la sutil diferencia? Puede que huir no sea más que un frustrado intento por escapar de uno mismo, fruto del miedo, la desolación o la insatisfacción, mientras que marchar tal vez sea justo lo contrario: una ocasión inmejorable para crecer y seguir conociéndose uno mismo.

Sí, nos vamos. Mi pareja y yo nos compramos hace unos meses dos billetes con destino Nueva Delhi. Tenemos pensado... Bueno, tenemos pensadas demasiadas cosas, de modo que no voy a detenerme a enumerarlas todas. ¿Para qué? Prefiero ser siervo de mi destino que idólatra de lo intangible. 

Sin embargo, de lo que sí puedo y quiero hablar es de la sensación que tengo ahora, apenas dos meses antes de emprender este largo viaje por Asia y quién sabe si por algún otro rincón del mundo. Siento como si me estuviera preparando para saltar a un profundo vacío. Cada venta por wallapop que hacemos, cada vez que voy a vacunarme, cada día que pasa, cada ocasión en la que converso con alguien sobre cómo será el próximo año, es como si me acercara un poco más a ese precipicio. Es cierto, no lo niego, al final de él tal vez me aguarde un mullido colchón, pero es que lo que yo anhelo es la caída: ese descenso que espero se me haga interminable.

Indudablemente, creo que las decisiones más importantes, lejos de tomarse -como el que pasa por el lado de un establecimiento donde venden lotería y fruto de una pulsión compra una primitiva-, se fraguan con el curso de los años.... Luego, un día, nos levantamos y nos creemos que hemos tenido una brillante idea, pero lo que ignoramos es que esa idea en realidad solo es el primer brote de una semilla sembrada tiempo ha. Aquella mañana nos sentimos pletóricos, enérgicos, con ganas de cambiar el mundo, porque, de una vez por todas, intuimos un cambio. «Se avecina algo extraordinario», nos repetimos en voz baja mientras preparamos el desayuno. Entonces ya no hay vuelta atrás.

Dejamos el trabajo y nos lo vendemos todo. Nuestras mochilas, con las que cargaremos todo este tiempo, son ahora lo más parecido a nuestro hogar, un hogar que destila incertidumbre pero que en el fondo sabe a caldo de pollo y a peli y manta un domingo de lluvia. Las veo en el armario, vacías aún y apiladas una sobre la otra, e inevitablemente me pregunto si estaremos haciendo bien. Prensar nuestras vidas en apenas cien litros no será una tarea sencilla, al contrario, pero no nos queda otra. Eso o sucumbir a la tentación de guardar algunas cosas solo por si acaso... qué tres palabras tan limitantes, ¿no?

En definitiva, si de una cosa estoy convencido, pese a las dudas que brotan salvajes las noches más largas... dudas que se disipan tan pronto como amanece, es de que estamos haciendo lo correcto. Creo que cuando en la vida todo te sonríe, es decir, cuando tienes todo aquello por lo que según Cristina y los Stop deberías dar gracias a Dios - salud, dinero y amor- el espacio -llámese Barcelona, Cadaqués, Colombo o Carcassonne- es lo único "incontrolado" que resta íntimamente ligado a tu felicidad... Pero de esto hablaré más adelante, supongo que a lo largo de este inmenso interrogante que se alza imponente y firme ante nosotros.