27 de marzo
Hoy hemos salido a caminar hasta Punta Mosquito, una playa ubicada en el extremo este de la isla. Ha sido una excursión placentera, de las que, como un armonioso acorde, te hacen vibrar el alma, de las que reposan, entre arterias asfaltadas de ensueños y esperanza, en el recuerdo de uno hasta que otra maravilla, otra bella imperfección -Wabi-sabi, le llaman los japoneses- toma con impunidad el relevo… Y es que la memoria, sobre todo la colectiva, es floja, siempre, cuál alfombra extendida al tirano, al servicio de lo que dicta la estupidez humana. Por eso nunca aprendemos y, en vez de avanzar, caemos siempre en el mismo error, porque nuestro destino, si nadie se revela, si todos acatamos la misma voz sin rechistar, corre el riesgo de volverse mediocre.
Durante nuestro paseo matutino parecía que deambuláramos por otro mundo, por un lugar donde la estela del ser humano en realidad era menos que un eco... ¡Si ni siquiera éramos conscientes de estar siendo! Creo que nuestra existencia, intrínseca a lo que sea que fuéramos, vagaba solitaria muy lejos de allí. La naturaleza, de nuevo vigorosa y exultante, nos regalaba a cada paso el graznido de una gaviota así como la caricia, sonora y táctil, de una ola rezagada. Ni el canto del estornino ni los cardúmenes visibles desde la misma orilla parecían querernos retornar a ese Yo que, aquí en la isla, se diluye por momentos. ¿Volveremos a él? No lo sé. Volver es una palabra que, para ser franco, cada vez me gusta menos.
En Holbox las horas ruedan vertiginosamente. El calor y la brisa nos fatigan pero a la vez, por alguna extraña razón, nos remontan muy arriba. Hacen que nos durmamos pronto y que todo lo impregne el mismo color, pero sin embargo, no entiendo el motivo, todo sucede rápido. Aquí el tiempo pasa entre veloz y pausado. Quizá sea así como debería pensarse en la felicidad, como en un estado contradictorio en el que, sin demasiadas objeciones, caben lo más y lo menos. ¿Será esto cierto?
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